
El hombre recorrió esperanzado el trecho que lo llevaba a los fondos de su casa.
Había plantado el retoño con tantas ansias, que cada año de esperar la cosecha del fruto le resultaba interminable. Tanto más porque en cada ocasión, el árbol parecía no estar dispuesto aún para procurárselo.
Pero aquel invierno las ramas habían estado recubiertas de fragantes capullos, que luego dieron paso a los tan anhelados beneficios.
Tomó entre sus manos la fruta madura y cortó con un cuchillo un diminuto trozo. Luego, aún embargado por una gran emoción, lo transportó hacia su boca.
Así pasaron varios años. En todos los ciclos ocurría la misma fatalidad para el hombre que, ya envejecido, volvía cada cosecha pareciendo haber olvidado la decepción anterior y tornaba a desencantarse.
Por fin llegó nuevamente el momento tan deseado.
El anciano, con gran dificultad para desplazarse, alzó la vista hacia su enorme árbol observando atónito que éste se hallaba repleto de frutos.
Pero existía un gran problema: él ya no podía alcanzarlos.
Se quedó extasiado, contemplando su inabordable tesoro.
Cuando estaba a punto de volverse envuelto en su resignación, oyó una voz que le decía: -“Has sido paciente conmigo... te concederé el beneficio de mi existencia.” Y dicho esto, vio caer entre sus brazos un hermoso ejemplar.
Aún turbado, pero seguro de que esta vez sí probaría de un gustoso manjar, lo trozó con el cuchillo llevándolo a su boca y lo saboreó:
-¡Estúpido, cómo te has atrevido a defraudarme todos estos años... estas naranjas son repulsivamente amargas y asquerosas!
-“Los frutos más maduros y deliciosos están aquí arriba... ven a buscarlos...”
-Bien sabes que no puedo trepar, soy un anciano, me pides algo imposible...
-“Tú también... pues has plantado un árbol de limones.”